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DOÑA MARIA MANUELA DE OVANDO Y RIBADENEIRA

  • Foto del escritor: Llopis Ivorra-AgustinDiaz
    Llopis Ivorra-AgustinDiaz
  • 7 jul 2021
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 4 abr

DOÑA MARIA MANUELA DE OVANDO

Crónica desde la calle Cuba de mi Llopis Ivorra

“Existe o existía en la Casa del Sol de la Villa cacerense, morada de los marqueses de Ovando a la sazón, y hoy en propiedad de los Hermanos de a Preciosa Sangre, dos antiguos retratos pintados al óleo, en uno de ellos una niña en mantillas, adornada con cintas y encajes, en el otro una mujer, aparentando poco más de treinta años de edad, con habito de monja dominica recoleta, los dos cuadros representan a la misma persona, en doña Maria Manuela de Ovando y Ribadeneyra, hija del primer marques de Ovando, nacida en Filipinas en el año de 1753 siendo su padre gobernador del archipiélago, siendo objeto de cariño y veneración de toda la familia y que cuyo recuerdo perpetuaron en ambos retratos.

El encanto y las delicias de su padre fue esta criaturita, que casado con mujer joven, ya en edad de madurez, encontraba en la angelical placidez de la niña, la alegría y felicidad necesaria para contrarrestar los múltiples cuidados de los asuntos gubernamentales, todo era felicidad y bienestar , hasta que, cierto día la niña enfermó, y fue de tanta gravedad que los doctores que al punto dieron en llamar, resultaron impotentes contra tanta dolencia, anunciaron a los entristecidos padres, que solo un milagro del altísimo, podría salvar a su hija.

El padre, don Francisco de Ovando, desolado por el presagio, juntamente con su afligida mujer, solicitaron la ayuda divina para el restablecimiento en la enfermedad de su pequeña hijita, bajo la promesa de que si curaba, abandonaría el siglo entrando en un convento, contando con que la niña, y cuando tuviese edad y entendimiento suficiente, diera el visto bueno al cumplimiento de tan rotundo voto.

Y ocurrió que, ya fuera por intervención del altísimo, por el buen hacer de los galenos, o por la naturaleza de la criatura, la niña se salvó, y toda la angustia se convirtió en jubilo, y volvió la alegría al solar de los Ovando, siendo de importancia los festejos que se celebraron en honor al que fuera benigno con sus plegarias. Y ya pasando de niña a mujer, resultó un modelo de encantos, a la que la perfección física se le sumaba el ingenio, la inteligencia, la caridad y las habilidades que por aquellos años practicaban las mujeres, haciendo una vida de comodidades y prestigio, y riquezas tantos como su apellido conllevaba.

Así las cosas, la damita vivía feliz y un número elevado de galanes, que la aturdían sin cesar, piropeándola y dejando sus promesas de amor y felicidad, y escogió pretendiente que mejor se adaptaba a sus ilusiones de casamiento, y ya con el beneplácito de la familia se dispuso el bodorrio, evento que al irse acercando con más lentitud de lo que consentía su impaciencia, daba en pensar en como seria su provenir, lleno de parabienes, vibrando en todo su ser con latidos de una total felicidad.

Todo dispuesto, se fijo fecha para la boda, se prepararon galas, se confeccionaron vestidos adecuados para tan gran ocasión, pero a unas dos semanas del día señalado, el novio cayo en cama, enfermo de cierta gravedad y al poco falleció.

Pasarón días, semanas meses de duelo y viudez sin haber contraído matrimonio, más, el tiempo poco a poco todo va llevando al rincón del olvido, cerrando cicatrices de tristeza y penas.

Y terminado el tiempo adecuado de duelo, nuevos pretendientes llegaron a la puerta de la muchacha, tratando de ocupar el puesto vacante dejado por el malogrado amante, y eligió por segunda vez, a cierto muchacho de la aristocracia local, que no tenía que envidiar el lustre de su apellido al primero de los elegidos.

Y como no, de vuelta a los preparativos de boda, y resurgieron las esperanzas de felicidad, encendiendo de nuevo el fuego del amor. Se publicaron las proclamas nupciales, se dispensaron las amonestaciones, se dispuso el ambigú y festejos varios, y el velo de desposado cubrió el bello rostro de la joven marquesa.

Ya, junto a su madre, sus parientes, amigos, aguardaba la llegada del futuro marido, más a la hora fijada, se empezó a escuchar el rumor de gente que apresurada llegaba, después ruidos en las escaleras, ¡el novio y acompañamiento, pensó la joven!, pero en el salón de la casa donde la novia y sus deudos aguardaban, solo apareció un criado de los de la casa, que con el semblante demudado, fue el heraldo de las malas nuevas, las malas más inesperadas por toda la concurrencia.

El novio, que como herido por un rayo, acababa de morir repentinamente al subir por la escalera.

La consternación que produjo fue indescriptible, y tal casualidad constituyo por muchos días la comilla de cotillas, lenguarones, y desocupados varios de entre los del vecindario, de la Puebla de los Ángeles, (Filipinas) población de residencia de ambos contrayentes.

Traicionada de nuevo por el destino, la sentida joven en sus máximas ilusiones, se replegó al dolor, cerro su alma al amor, y de dedicó a llorar sus penas por los rincones de su casa, por la pérdida de la felicidad soñada.

Pero en la vida de la desdichada joven, Intervinieron las circunstancias, las que creo un infortunado suceso, y es que fallecido don Francisco de Ovando, la viuda del Marques habia vuelto a casarse, con un desdichado marques de Salinas, mujeriego, derrochador y desconsiderado, este calavera marque, tras haber dado a fin con su patrimonio, dilapidó el muy cuantioso caudal que el Marques de Ovando, había dejado a sus hijos, y no dio fin al mayorazgo que este fundó, por no estar en el dote al alcanza de sus despilfarradoras manos, disgusto, bochorno, malos tratos, caían sobre su madre y sobre ella, cayendo con más frecuencia y cantidad sobre ella, que sobre la madre, tanto que día tras día, la pusieron al borde de la desesperación.

En esto, solía ir de cuando en vez a Puebla, un Oidor de la Audiencia de Méjico, por nombre Licenciado Becerra, que siendo conocedor de las prendas que adornaban la ya casi madura joven doña Maria Manuela de Ovando, habia cumplidos los treinta y dos años, le solicito en matrimonio, y Maria Manuela lo acepto, sin amor, ya que, amor no podía inspirarle el maduro togado, pero lo acepto por salir del infierno que vivía en casa de su padrastro, otorgo la joven su mano, y marcho como si a un sacrificio lo hiciera, pero ciertamente menor que el que a diario consumaba el horrible marques de Salinas.

¿Pero quedó ya libre de aquel despreciado padrastro? Pues ni muchos menos, sucedió que al poco, murió tambien el Oidor, ¡qué horror! debía de ser su sino.

Ocurrió entonces que, una dueña de las de mayor edad que estuvieron de siempre al servicio de la familia, pensando en tato revés que sufría su amita, recordó la promesa de sus padres hecha a los pocos meses del nacimiento de la desgraciada marquesita, y de la que ella habia oído hablar alguna vez en su infancia y dada en el olvido, , y estimando que sus desdichas fueran castigo divino por haber dejado de cumplir el voto que hicieran sus padres, abandonando el siglo, profeso en el convento de las Dominicas Recoletas de Santa Rosa, en la Puebla de los Ángeles, donde puso fin a sus penas y donde falleció al cabo de muchos, muchos año.

(fuente Publio Hurtado-Ayuntamiento y Familias)


Casa del Sol

Agustin Díaz Fernández

 
 
 

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