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Foto del escritorLlopis Ivorra-AgustinDiaz

EL EMIGRANTE

                               EL EMIGRANTE

Crónica desde la Ronda de la Pizarra-

Mediada la tarde seria, de aquella primavera del año que no puedo acordarme por más que lo pienso, o tal vez sea que no quiero acordarme, si recuerdo que ya se escuchaba el tronío del cantar de la chicharra aunque todavía no habíamos entrada en plena canícula, era el mes cuando en el colegio por las tardes se rezaba y cantaba con flores a María, cuando ya empezaban los días a dar sí, a largarse las puestas de sol, donde la chiquillería empezaba a alborotar por las calles del barrio del Llopis Ivorra, con sus juegos y sus risas.

Y sucedió que una de aquellas tardes flores a María, andaba yo recolectando  alpiste silvestre por el Camino de Maltravieso, y colocando liga para apresar pajarillos de aquellos que se decían verderones, de pronto por el camino abajo apareció un paisano procedente de la estación de ferrocarril, de aquellos de trajes de pana con brillo por el desgastes y camisa de blanco percudio abotonada hasta el cuello y deshilachada por el mismo, pies calzados con  botas recias de las que no se les adivinaba el color por el polvo de andar muchos caminos, boina en la cabeza sobre un pañuelo con el que se sujetaba el sudor, y alforja al hombro, con apariencia de cogerle todo lo poseía, me peguntó por donde quedaba la taberna de la colora, ya que tenia que entregar una esquela a uno de los parroquianos, le indique el lugar, no estábamos lejos mirando hacia el sol, una estampa de hombre libre en su pobreza, de aquella gente que pululaban por la extremaura  de sudor honrado, echando “peonás” cuando las había, o donde se las dejaban dar, que jamás en este tierra de sacrifico estuvo bien visto el que miraba a la cara al amo, o peor al cacique de turno, que de caciques esta tierra de miseria también sabe algo, y viendo que declinaba la tarde me apreste a recoger tomando camino abajo también hacia la pedrera donde estaba ubicada la taberna de la colora, iba siendo la hora de ponerme a esperar a que terminaran los jugadores de la rana para acompañarlos a casa.

Raro estaba el ambiente en la taberna desde hacía unos cuantos días, apenas si quedaban clientes, la Eugenia, la colora, haciendo inventario de lo que se tenía que llevar, ya le había llegado la orden de desahucio, de todas formas la clientela ya había disminuido, unos por que la parca vino a llevárselos de este mundo cruel, aquellos por que mejoraron sus finanzas y ya no tenían que dejar el vino a fiado, y se olvidaron muy pronto de la Eugenia, y estos otros porque habían cruzado el Tajo buscando el pan del día, la taberna solo estaba llena de ausencias,  y precisamente de emigración estaba hablando el forastero que me preguntó por dónde caía la taberna, hablando de los trabajos cómodos, os altos salarios y del buen trato de los patronos, y que siendo buenos obreros como eran ellos los de la “extremaura”, pronto juntarían un potosí, mientras trataba de ganar adictos a la  causa, en la taberna se escuchaba el Clan, Clan, Clan, de los tejos rebotando en la boca de la rana.

Hombre ya llegó el chiquino, venga Eugenia una convida y pon una Citrania al mozo, que le voy a contar la historia del día, dijo el tío Chivario.

Y ocurrió que, algunos de los vecinos del barrio del Carneril, que por entonces tal era su nombre, artos de estar tirando piedras a  los perros y de pasar los días en cualquier resolana, rumiando su mala suerte, pero te voy a  contar la historia de uno en concreto, no recuerdo si vivía en la calla Paraguay, Uruguay o Bolivia, pero si sé que vivía en el barrio, - Venga Eugenia, dijo el tío Chato, otra ronda que el que pierda paga, mientras el tkio Miguel seguía con el soniquete Clan, Clan, Clan, que hacia los tejos al pasar por el cuello de la rana.

Cuando llego al Carneril, aquel mes del verano de 1.9.. el tipo aquel, era de esos que se creían guapos por venir de una capital y superior a los paisanos por lo mismo, se le veía pasear por las calles del barrio con la alegría, la soltura y la seguridad de su superioridad sobre unos vecinos atrasados y catetos que lo observan con ojos como platos y envidias,  cuando pasaba pavoneándose como loco con “lata de gasolina en una mano y una caja de cerilla en la otra”, y es que era tan chulo en su caminar que cojeaba del izquierdo, más tarde cuando yo lo trate someramente su chulería era tal que ya cojeaba de los dos.

Pantalones de terlenka, camisa poliéster de imitación de la seda, chaqueta de tercio pelo marrón con pañuelo asomando las puntas por el bolsillo, pañuelo o “Ascot “anudado al cuello, reloj de pulsera imitación a oro, sello en dedo anular que ya quisiera para si el sr. obispo, gafas de sol Estradivarios, pelo rubio como de la cebada en fermentación, peinado hacia atrás con una buena dosis de gomina, y para subir al centro de la ciudad en auto marca Mercedes Benz, como no podía ser de otra manera,  la puerta de su casa en la calle Bolivia, o Paraguay o Uruguay,

Acostumbraba para ganar en popularidad y la atención del vecindario masculino, (el femenino estaba mal visto en las tabernas) y desde hora temprana visitar las tabernas del barrio y para entre historias, chascarrillos y vinos contar como era el lugar de donde venía, y para atraer la atención de los parroquianos, solía a invitar a la concurrencia con pistolas de vino (pistolas, envase de refresco lleno de vino) para al terminar sacar un billete de mil pesetas para pagar la convidada, los primeros días cogió a los taberneros por sorpresa mirando como el aire apagaba el candil, pues mil pesetas no la veían ni en todo un mes y no tenían cambio, se iba sin pagar y se le apuntaba en cuenta, hasta que se proveyeron de monedas para el cambio, toda vez que la cuenta como mucho ascendía a 30 o 40 pesetas, y así recorría diario el barrio haciendo amigos, con la chulería y la superioridad que demostraba la gente enterada y viajada entre tan ilustre concurrencia.

Contaba que allá en su lugar de residencia habitual, era vida, con trabajos sencillos y bien renumerados, buen trato, todos trabajando y viviendo en l abundancia, con buenos coches como el suyo y buenas y cómodas viviendas que hacían que todo fuera más sencillo, historias que hacían que la parroquia de la taberna, escuchando y mirando de reojo a aquel tipo, con abobamiento y envidias  mientras que quedara vino en la pistola, todo regular hasta que el vino iba haciendo su efecto mermando facultades de raciocinio, de embrutecimiento de aquellas gentes de mentes simples, gente sin pueblo, sin patria, sin vida, solo el vino aguado y agrio y su hambre, que eso no era moco de pavo, Vivian en sus miserias, dando peonadas cuando las había, cociendo la cal en  los hornos cuando los contrataban, descargando algún convoy del tren cuando llegaba o descargando algún camión cuando tocaba, para ganarse con su sudor en par de duros, uno para la casa el otro para la taberna, Maruchi “chochera” la de la tienda de ultramarinos que esperara a cobrar lo fiado,  para entre trago y trago rumiar su mala suerte y mirar con asombro al tipo aquel  vestido como un maniquí y apestando a Varón Dandi, contando historias de un potosí lejano, para agriarle aún más su vino agrio que trasegaban a diario, a envenenárselo  más el ya de por si vino envenenado, ese tipo venía a recordarles la realidad de su hambre, de su estupidez mental, la realidad de que eran unos muertos en vida, sin ilusión sin presente y lo que era peor sin futuro, la realidad de que solo eran unos muertos vivientes, caminantes de taberna a taberna, de casa a la taberna de la taberna a la nada.

Aquel tipo, se pasaba el día recorriendo las cuatro tabernas y contando las mismas historias, dejando tras su paso a tipos amargados, más amargados aun renegando de su perra existencia y apurando el vino de las pistolas de la ronda gratis, maldiciendo de su propio hedor de fracasado, porque a un hambriento no se le debe de hablar de pan, aunque sea duro, rumiando lo que acababan de escuchar y diciendo que mañana tal vez mañana les preguntarían cómo hacer para llegar a ese sitio de abundancia, sí, pero eso sería tal vez  mañana, mientras bebían como si ese mañana nunca llegaría, a sabiendas de que ese trago el ultimo del día le iba a sentar mal, que esa última pistola le terminaría de llenar de miasmas  el alma y lo que era peor el cerebro, y  de seguro que las culpas de su ruindad la pagaran en casa la mujer y los hijos.

Con aquellos andares de chulo sin nada que chulear, caminaba por las calles del Carneril, agarrándose a las paredes y arboles hasta llegar a su casa mediada la tarde y con la pellica llena a reventar de veneno, el bolsillo lleno de calderilla de los cambios, (cada taberna mil pesetas, para pagar cuarenta) y el cerebro ebrio de maldad, para maltratar a su mujer, eso no lo contaba en la taberna ni que el dinero que con tanta ansias gastaba era los ahorros de esa buena mujer durante y a base de pasar calamidades guardaba con ahínco durante todo un año, un año de ahorros y austeridad para que en un mes de verano se aparentaba lo que no se era y que nunca llegaría a ser, deseando que pasara cuanto antes y se fuera otra vez por donde había venido, como tampoco contaba que dejaba a su mujer e hijos sin nada que comer por que le tenían que dar dinero para gasolina del viaje de vuelta , el pago del alquiler del auto y dinero para seguir chuleando en el sitio ya de vuelta, mientras en su casa dejaba a la mujer llorando de palizas en palizas, miseria tras miseria, rogando que ojala no llegaran más Agostos.

En silencio quedó la taberna tras la historia el tío Chivario, con las miradas perdidas en su vaso de vino, cada cual rumiando sus miserias, tan solo los jugadores de la rana seguían con el soniquete Clan, Clan, Clan, de los tejos al bajar por el cuello de la rana.




Agustín Díaz Fernández

 

 

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