MARIMANTAS-CÁCERES
- Llopis Ivorra-AgustinDiaz
- 1 nov 2022
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 4 abr
Crónica desde la Ronda de la Pizarra
Hacia tiempo que no asomaba por la taberna, cosa natural, puesto que mi presencia se debía al motivo de meter prisa al jugador de rana para la vuelta a la casa, y hacía tiempo que el jugador había partido para tierra santa, o al menos eso creía yo, para cumplir con su trabajo y ganar el jornal con que vivíamos, le habían encargado el proyecto de carretera de Trujillo a Belén, no ese donde nació el Rey de los judíos no, ese que decían en la película Ben-Hur no, Belén es una aldeíta muy cercana a Trujillo, que yo con mi tierna infancia en época de recibir la doctrina confundía con el pueblo aquel de la Santa Tierra.
Más ya de vuelta volvíamos a la rutina, al entrar, los parroquianos de costumbre, los jugadores de rana, Montoya en su sitio de siempre entonando la coplilla, el tío Chivario en el suyo, junto donde yo solía entretener mi espera, recostados en la barra dos nuevos clientes, mis abuelos Botines y Pichaque, que había realizado su venida del pueblo en el coche de línea, Trujillo-Cáceres, para algún bodorrio familiar supongo, ¡para expulsar el aire le venía bien la copita de aguardiente decía el abuelo Pichaque, y una enorme cola de a uno que llegaba hasta la calle, pero las conservaciones seguían con voz queda, como acostumbradas al miedo de hablar, todos los clientes era perdedores, todos, incluso lo que estuvieron en el bando ganador, donde te podían delatar hasta de los silencios, miedo, un miedo que tardaría muchos años en erradicarse, tantos que muchos de la clientela no lo conocería.
Justo al final, de frente de la puerta de entrada, el administrador de la finca el Majón, sentado en una mesa colocada allí para la ocasión, torres de veinticinco pesetas en monedas de un duro, y monedas de pesetas, algunos montoncillos de dos reales, botellas de vino y dos vasos, a su lado un capataz, que conforme cantaba un nombre el administrador, ponía un librote delante del nombrado para que en los mejores de los casos firmara con su nombre o con una cruz, recogía el producto de su peonada y un vaso de vino que el capataz con poco tiento servía, formando charquitos en una esquina de la mesa y en el suelo debajo de ella, a continuación enjuagaba el vaso en un barreno que a la sazón tenia junto a el en el suelo, mediado de agua y ya de un color idéntico al vino que servía de la botella, todos pasaban, cogían sus perrinas, firmaban y bebían, callados como muertos vivientes, lo sabían, lo sabían de siempre al que le pareciera mal lo pagado, por lo poco no volvería, como le pasó al tío Marulan, que protestó de que no era lo convenido, tuvo que cruzar el Tajo con toda su prole para ganarse el pan, mientras Montoya a lo suyo, y la rana con su Clan, Clan Clan, al chocar los tejos en la rana.
Protegido tras mi gaseosa y mis cacahuetes, y ya sentado en mi sitio de costumbre, -no mires chaval, no lo tengas en cuenta el triste espectáculo que hoy te brindamos, temprano llegas hoy zagal, demasiado para lo que ver- me decía el tío Chivario- para entretener la espera te voy a contar un sucedido ocurrido por las calles de la villa cacerense-
-Vale, tu sigues con tus cuentos, pero aquí se viene a beber, o se consume o a la puta calle, te has enterado Chivario, gritaba Eugenia “la Colora” rellanando de una garrafa las botellas de vino- ¡Pos venga Colora, echa una pistola, y trae un puñau de manisis al chiquinu-
Hace ya algunos años, tuvimos en esta ciudad la presencia de la última aparición de una marimanta, por lo menos que se tenga noticias de ello, y esto sucedió sobre poco más o menos a finales de los años cuarenta o principios de los cincuenta del pasado siglo, que aquí el cuentero tampoco se entiende con las fechas, que una marimanta solía amedrantar a los paisanos allá por el barrio de San Antonio, lugar poco alumbrado y menos vigilado.
Solía aparecer por las madrugadas, cubierta con un sudario blanco y con una luminaria para alumbrarse, siempre escogía aquellos rincones donde escaseaba la luz, dando terribles sustos a todo el que se atreviese a cruzar por la zona, más a decir verdad nunca nada a nadie decía, ni nunca a nadie nada hacía, tan solamente permanecía quieta, inmóvil, con el acojone de todo el que por aquellos lugares tenia paso obligado
Más sucedió que una madrugada acertó a pasar por el lugar un joven, de nombre Andrés y de oficio panadero, que iba a las ocupaciones propias de su oficio, y le aprestó tanto el miedo que salió huyendo a escape, gritándole al pasar junto a ella:
-hoy te libras, porque no lleva navaja, pero la próxima vez que me salgas, aunque seas un alma en pena, te rajo en dos, dijo Andrés.
Y tan rotunda fue la amenaza, que parece surtió efecto, ya que se sucedían las noches y la marimanta no aparecía.
Andrés el panadero, cruzaba las callejas de la villa cacerense, de madrugada sin nada que temer al dirigirse de madrugada a su puesto de trabajo, pero siempre con la navaja en el bolsillo como recuerdo del susto de aquel día.
Pero cierta madrugada, y casi olvidado ya el encuentro con la marimanta, allá por la Plaza de Caldereros, se le volvió a aparecer, no se cruzaron ni media palabra, pero el panadero Andrés, saco a relucir la faca, y al punto la marimanta echo a corre por el adarve arremangándose el sudario para tener un correr más ligero, más Andrés joven y bravo, pronto le dio alcance, la marimanta al sentir tan cerca el ruido de sus pasos en la carrera, se subió a una reja diciendo desde tan precario escondite:
-Antonio, jijo, no me hagas dañu, que soy la señá Petra, que andu a la cata del tiu Joaquin, y que me jan dichu que me la pega con una fulana, que vivi por estas callis.
Y Resulto ser la seña Petra, mujer muy celosa, vecina del barrio de San Antonio, y el tío Joaquín, que era un santo varón, su marido, le gustaba salir por las noches, a sus negocios, que averígüelo Lucas que negocios serian, y las vecinas que eran sabedoras de estas cosas, malmetían a la Seña Petra en plan de broma.
Y esta fue la última vez que apareció alguna marimanta por la villa cacerense.
Mientras remataba la historia, terminaba Montoya la copla, y desaparecían la mesa el administrador y el capataz, liquidaba sus cuentas de lo fiado los menestrales a Eugenia “la Colora” los de la rana seguían con su musiquilla Cla, Clan, Clan, que hacían los tejos al fondo del cajón.

Agustin Díaz Fernández
Comentários