EL SANTO COMUNERO - CÁCERES
- Llopis Ivorra-AgustinDiaz
- 1 dic 2022
- 8 Min. de lectura
Actualizado: 26 mar
XVII
Sonaban tambores de guerra en la pedrera del Carneril, donde se ubica habitual, la taberna de Eugenia la “Colorá”, aquel atardecer al acudir a la espera de todas las noches, con el ambiente enrarecido ya de suyo, no estaba el humor de los parroquianos como para meter cabras en el corral ajeno, todos atentos a la puerta de entrada o de salida, ya que no había más que una, a ver si llegaba el tío Chivario, que era por llamarlo de alguna manera el cronista oficial del Carneril, y traía nuevas, aunque a nadie de la taberna le gustaba el color que estaba cogiendo la orina del enfermo.
Clan, Clan, Clan, tan solo los jugadores de la rana, se mantenían aislados, indiferentes a todo los que ocurriera fuera de su partida, ellos no tenían ese problema, y aunque se solidarizaban con sus convecinos de vino y turcas, opinaban que en según qué cuestiones cada pollo se picara su maíz, y los mirones callaban y sacaban tabaco, por eso seguían intentado meter cuantos más tejos mejor en la boca de la rana Clan, Clan, Clan.
El tío Matamoros en su lugar de siempre, que aunque no era nadie por ser un no nacido siempre estaba ahí, con su cazillo de aguardiente, mirando con los ojos como inyectados de sangre, rojos por efecto de su profesión de carbonero, y el color de la piel, que al reflejo de los leños encendido de la chimenea creaban el aspecto del ébano, callado, era hombre de pocas palabras, más de acción que de ellas, lo sabían bien los represores, aparte de habérseles escapados de dos campos de prisioneros y de la palizas, ahí seguía, con su vida tal cual, aunque a la mujer la llamara puta, y a los hijos, hijos de la puta, porque ya lo mataron, y lo enterraron, y lo borraron del libros de los nacidos, y del registro de los casados, y le dijeron que no existía, que nunca había existido, lo único que le remordía era que si eran ciertos los rumores, se vería él y los suyos en la puta calle.
Montoya, no parecía muy disgustado, por los amigos y eso sí, ya que eran como de la familia, todos perdedores, hasta los que estuvieron en el bando ganador perdieron, eran muchos años de repartirse miserias y tristezas, alegrías pocas y contadas, a Montoya tampoco le atañían los rumores, con los ahorrillos que le mandaba de Alemania el hijo aquel que tuvo que emigrar, se había comprado una casita en la calle Paraguay, aunque en el mismo barrio, ya era casa y no chabola ¡bueno me ha salido el hijo! decía Montoya, sin saber que el chico, para mandarle cuatro perras trabajaba de día y de noche, que en ningún lugar ataron los perros con longanizas.
No era aquella noche ambiente lucido para lindos, y aunque el Piyayo, hacía de cicerón de dos señoritos para que vieran pobres, se fueron al punto, acojonaos, al notar tanta hostilidad, y al servirle Eugenia una botella del bueno y vasos con más mierda que los jardines de las 232 viviendas, limpiaron con un pañuelo sacado del bolsillo de la levita de uno de los señoritos y bebieron con asco, así que apuraron la botella y dijeron ¡con dios!, ¡adios, hijos de la gran puta, se escucho murmurar entre dientes a uno de los habituales ! que a la salida de la pedrera en el camino de Maltravieso los esperaba Culo Pato, el taxista, con su cuatro-cuatro.
-Una convidá Eugenia, cuando nos ponga la ronda que pagaron los lindos, nos pones una de mi cuenta, solicitó el tío Perola, que las penas con vino son menos.
-Clan, Clan, Clan, cierto los cuarenta tejos de la partida dijo Miguel, ya me debéis dos rondas esta noche, vamos a por la espuela, Clan, Clan, Clan, volvieron los tejos a golpear en la boca de la rana.
Ya viene, gritó uno de los chiquillos de las chabolas de la pedrera, que Eugenia había mandado en descubierta, ¡ya llega!
Sucedió que, por la mañana, había rondado el barrio del Carneril, varios señores de traje y corbatín, con cintas métricas y papeles en la mano, apuntando aquí y aquí, y de veinte me llevo dos, incluso habían entrado en algunas chabolas, para seguir midiendo, incluso se habían tomado un café de puchero que la Eugenia, invitó de buen grado a tan distinguida concurrencia, y aunque pegó la hebra, no se enteró de la misa la media, solo que de veinte me llevo dos, no le gustó como se le estaba poniendo el ojo a la cochina.
Entró Chivario, en silencio ocupó su lugar habitual en la taberna, la parroquia mirándole expectante, corrió la Eugenia a servirle lo de costumbre.
¡y que! Le preguntó,
¡que de qué carajo! ¡Que aquí pasó lo de siempre, que murieron cuatro romanos y seis cartagineses!
-Vamos Chivario, por la puta que te parió, dinos que has averiguado, voceo la Eugenia, nos ves que estamos todos con la intranquilidad.
-Nada mujer, buenas noticias, buenas para casi todos, malas para algunos, anuncio Chivario.
-Que pico de oro tienes cabrón, que bien te explicas, bramo la Colorá.
-calla mujerona, dijo Chivario, con desgana, ahí van las nuevas, van a tirar las chabolas y hacer desaparecer el Carneril, la buena noticia es que al punto van a empezar a construir el barrio de las 300, y nos darán una casa a cada uno de los de las chabolas, a un precio razonable, 50 pesetas mes, dicen en el mentidero.
-Buenas son las nuevas, apuntó la concurrencia, que arrimaron sus vasos al mostrador para celebrarlo, más lo celebró la Eugenia que miraba de reojo la lata de carne de membrillo de Puente Genil, que le hacía de caja registradora, echando cuentas mentales de cuanto ascendería la caja del día.
-y las malas, Chivario, preguntó la Eugenia, limpiando el mostrador de zinc del vino derramado al servirlo, cuáles son las malas, rascanalgas, tragón que es lo que eres, con esa cara de liberao sindicalista.
-que boca tienes mala mujer, quieres las malas, pues al poco te les cuento, dijo Chivario, que no tenía muchas ganas de darlas, Las malas son para ti, que tienes que cerrar el garito, y en el nuevo barrio no hay sitio para la taberna, pero que suban y bajen esos vasos llenos, que para eso aún queda una eternidad.
-Eso, que tenemos el pellejo seco, con tantas noticias, dijo uno de los raneros, que ya se le notaba en la lengua que el vino peleón estaba haciendo su trabajo, Clan, Clan, Clan, sonaban los tejos al rebotar en la boca de la rana, carajo, `parece que está viva, como se mueve la gran puta.
-Bueno, si es así, dios proveerá, o eso creo, todavía para que se llegue a eso, queda un mundo y aun va la procesión por la plaza, dijo al pronto Eugenia la Colorá, venga alegría, tu Montoya, una copla, y tu mal bicho Chivario, cuentale una historia al chico,
-En el café de levante,
Entere palmas y alegrías
cantaba la Zarzamora
se lo pusieron de mote
porque decían que
tenía los ojos como una mora,
se arrancó Montoya.
Ahora que el ambiente esta distendido, y parece que Eugenia no se lo ha tomado tan mal como pensaba y ya que dijo lo de la procesión, hoy hablamos de un santo varón, dijo de pronto Chivario, toma nota mozino, y para llegar a la santidad ocurrió que:
De antiguo, está o estaba el lugar donde había tenido su enterramiento el cacerense Juan de Torres y Golfín, y que este enterramiento fue hecho en la epístola junto al altar Mayor de la Iglesia del Convento de San francisco el Real en la villa cacereña, pero la concurrencia se preguntara ¿Quién fue este paisano?

Conventual San Francisco
Pues según cuenta el cronista, don Juan de Torres y Golfín, convertido ya en el hermano Juan, era el encargado de tocar a maitines, y sucedía que se le solía aparecer el diablo a este santo Varón, y tomando la soga de la campana con la que tocaba el fraile, le daba buenas tullinas, llegando el caso que hasta quedarle sin sentido, más el buen padre, jamás dejó de cumplir con sus obligaciones, y tras encomendarse a Dios libraba a diario grandes luchas con tal de lograr mantenerlo a raya, y hasta llegó a decir aquellos que le escuchaban, que más temía al mastín del ganado que a Belcebú, pues del primero no sabía como defenderse, contra el segundo si sabía luchar, el santo fraile, echaba la culpa de sus pesares a su pasado, y para enfrentarse a él sucedió que:
-Le hablo primero a un tratante
Y luego fue de un marques
Que la lleno de brillantes de la cabeza a los pies
Decía la gente que si era de hielo
Que si de los hombres se andaba burlando
-Que tiene la Zarzamora que a todas horas
Llora que llora por los rincones
Ella que siempre reía y presumía
De que partía los corazones.
Seguía Montoya por lo bajani.
Cuando tenía poco más de 18 años, el inquieto Juan de Torres organizó en Cáceres, en 1520, una partida de 30 personas, que se erigieron en seguidores de los comuneros, que no querían al nuevo rey Carlos I, un joven de 20 años que no sabía castellano, que venía con nobles extranjeros y que se llevaba el dinero para pagar sus guerras y ser emperador. Con la partida de 30 hombres, Juan tomó Garrovillas de Alconétar, luego fue a Plasencia, que era ciudad comunera, y de allí a Valladolid. El capitán cacereño estuvo el 23 de abril de 1521 en la decisiva batalla de Villalar (Valladolid), en donde Carlos I aplastó a los comuneros. Al día siguiente, en Villalar fueron decapitados los tres líderes de la rebelión, Juan Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado.
El cacereño Juan de Torres escapó de la masacre, en la que murieron mil rebeldes, llegando a Toledo con la intención de ayudar a la viuda de Juan Padilla, María Pacheco, que se ganó el sobrenombre de la Leona de Castilla porque en Toledo hizo frente a las tropas de Carlos I, hasta que se tuvo que rendir en febrero de 1522. Ella escapó a Oporto en donde murió nueve años después.
El Emperador Carlos fue implacable con los cabecillas de los comuneros: ejecutó a cien y las indemnizaciones que pagaron las ciudades rebeldes por los daños causados las arruinaron totalmente. Más el Rey ordenó buscar al capitán cacereño, del que se pensó que había huido a Portugal, sin que nadie diera razón de él, pero lo cierto es que estaba muy cerca de aquí, estaba en el convento de San Francisco, convertido en fraile.
Porque aquel aventurero metido a fraile tenía remordimientos por su vida pasada y por eso, cuando el emperador Carlos I abdicó en 1555, y se retiró a Extremadura, él fue andando de Cáceres a Yuste en 1557, Carlos I se moriría en el transcurso del año siguiente, concedió audiencia El rey, interesado, preguntó al fraile porque quería verle, y el cacereño le contestó que para confesarle el paradero del capitán Juan de Torres al que tanto buscó para decapitarle, Carlos I le dijo que cómo iba a revelar un secreto de confesión, pensando que así lo había sabido, fue entonces cuando le dijo que él era el capitán Torres. Los guardias amagaron con llevarse las manos a las espadas, pero el monarca les detuvo y se abrazó al fraile, diciéndole:
“sed buen fraile, y encomiéndame a Dios, volved a vuestro convento, que como cumplas con esta obligación, me tendréis siempre como amigo”
Terminado, hora de cerrar la Taberna, dijo la Eugenia, mientras recogía el dinero de la caja de membrillo y se los guardaba entre las tetas, Venga cada mochuelo a su olivo, y mañana no se fía partida de cabrones.
Clan, sonó el ultimo tejo al pasar por la boca de la rana.

Agustin Díaz Fernández
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