LOS REYES MAGOS VISITAN MI LLOPIS IVORRA
- Llopis Ivorra-AgustinDiaz
- 4 ene 2022
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Crónica desde la calle Cuba de mi Llopis Ivorra.
El barrio populista de Llopis Ivorra no tenía colegio, no, bastante tenía con tener nombre y este hacía poco tiempo que el Sr. Obispo le había prestado su nombre para que así lo denominaran, tan solo había en la calle Ecuador dos escuelas pequeñitas una para chicas para chicos la otra, pero daba poca ratio porque los más mayorcitos no podían asistir a las clases, por la sencilla razón de que había que ayudar en llevar de comer a las casas, y los más pequeños eran, eso chicos pequeños, era aquellos años en que el barrio empezaba a poblarse y el país a repoblarse después de haber hecho desaparecer tantos y tantos tras aquellos años de incertidumbres y derrotas, después de sufrir aquel maldito golpe de estado.
Eran tan zafios y necios, que, para celebrar la victoria, no se de quien, ni de que, o de que, se edificó en el Llopis Ivorra, un colegio propiamente dicho, con un ala para las chicas, según se entra a mano izquierda y otra para los chicos, está tirando hacia la mano derecha partiendo de la entrada principal, se dieron el gustazo de llamarlo XXV años de paz, porque corría el año de gracia de 1.965, y había que conmemorar la derrota, que como el propio nombre indicaba XXV años de derrota del pueblo español.
Era un niño feliz, un niño nacido en el barrio, un niño nacido en el seno de una familia humilde como la mayoria los vecinos de esta populosa barriada, un niño querido por los suyos y por los demás, como los demás querían a todos los niños del barrio del Sr. Obispo, y sin más ambiciones dada su corta edad que la de jugar en la calle con sus vecinos y amigos, a los bolindres, a las chapas, a la patada al bote, a mosca burrera, al escondite, a la vilorda, al aro, al pañuelo o al futbol, con una pelota de trapo y en los mejores momentos con una de badana para hacer un tirachinas , por añadidura a la guerra con armas de fabricación propia, en la misma calle o en la pedreras que rodeaban el barrio incluido la cueva de Maltravieso del neolítico superior, y demás juegos de la época e invención que siempre hubieron muchos y no malos de suyos.

El niño como todos los niños del Llopis Ivorra, comenzó su aprendizaje a la edad fijada, y allí anduvo en compañía de sus amigos de nacimiento, todos iguales todos tratados en el mismo tono de desinterés, un colegio donde todas las mañanas tenían a bien de personarse unas señoras bien peinadas bien vestidas y bien olidas, para echarnos y todos puestos en cola una cucharada de leche en polvo, de aquella leche americana del programa bienvenidos Mister Marshall, en los vasitos de plásticos, para el buen desarrollo y alimento de los infantes, haciendo obras de caridad para aquellos pequeños diablillos pobretones, y de vez en cuando, ropa de segundo y mediano uso para los más desfavorecidos, para que todos fueran vestidos con decoro y decencia a desasnarse, aquellos días, que eran casi siempre por las tardes solían llevar a sus proles para que disfrutaran del espectáculo de ver pobres casi desnudos casi asalvajados, o sin casi, como si de una excursión a un zoo se tratara, y todo esto auspiciado por el párroco de la iglesia del Espíritu Santo, parroquia a la que pertenecía y pertenece el barrio y el colegio, mientras en la mente de los chiquillos seguía ocupada en sus juegos con sus juguetes inventados, felices y contentos tanto que hasta se oía reír, con lo poco que poseían, las calles los juegos la amistad.

La Epifanía del Señor llego, y por orden del páter de la parroquia que era también el que daba la doctrina a tanto botarate, ordenó, porque al igual que ahora los curas mandaban mucho, que toda la canalla y mocosa chiquillería, se personaran en el colegio ese día para recibir un regalo, habilitaron un aula para el evento, donde en un rincón se había creado una montaña de juguetes como por arte de magia y donde debía estar la mesa del maestro habían puesto en sillón grande como trono de rey, donde se encontraba sentado un niño, gordo con un traje , chaqueta oscura, camisa blanca y almidonada, corbata de rayas y calzonas de la misma tela que la chaqueta, poseedor de un excelente y extraordinario cabezón, y no menos excelsa testuz, cubierta con una gorra de paño a juego con el traje, y sonrisa de superioridad, flanqueados por un señor gordo con un traje de la misma tela que el muchacho, pero este con pantalones, con una cabeza igual o superior en calidad y grandeza a la del niño, cubierta con una gorra de paño a juego, y que era idéntico hasta el más mínimo detalle con el del hijo, porque de una feliz familia se trataba, tanto que daban la impresión de ser el mismo años más viejo, o años más joven, dependiendo de dónde miraras primero si al viejo o si al joven, al otro lado se encontraba la mamá, gorda enjoyada hasta el ridículo continuamente tentándose no fuera a que aquellos desarrapados le robaran, con un vestido vaporoso y un sombrerito. más bien de aspecto ridículo, de eso que entran ganas de reír al verlos para cubrir una mata de pelo escasa y bien enlacada, con una media sonrisa de esa de falsedad que dejaba traslucir al menos un diente de oro, gordos todos gordos y cabezones y con una cosa común los tres, la mirada de asco que iban repartiendo a cada infante que se acercaba en perfecta fila a recoger su regalo, mientras el padre con manos enguantas daba un caramelo, la madre escogía de la montaña un juguete también con manos enguantas y se lo dejaba en la mano enguantada del hijo para que este lo diera al pobre de turno, detrás del trono y como y como notario para dar fe de lo que allí pasaba se encontraba el párroco, con una sonrisa todavía más falsa, como otorgandoles el perdón eterno.

El niño iba avanzando en la cola, cada vez con mayor nerviosismo, mirando de soslayo como descendía la montaña de los juguetes, atento a lo que tocaba a sus pequeños compañeros, haciéndo cábalas de lo que iba a jugar con lo que le correspondiera, jamás había tenido un juguete fabricado por otros, jamás lo había echado de menos, más aquel día vio pasar a su amigo Pedrito el de la señora Julia, con un cochazo de plástico que era una maravilla, y ya le corroía la envidia por haberse entretenido a jugar una partida con los bolindres y no haber llegado de los primeros, y después entretenerse a calentarse las manos el brasero de picón del tío “Pelique” el guarda del colegio que estaba a medio encender, manos que las traía helada del juego, pero ya no importaba, ya estaba llegando a su turno y algo le tocaría para poder jugar con él y compartir con los demás amigos de la calle del barrio en definitiva, Le llegó el turno, y vio como la mamá entregaba al de la cara de cerdito, por el gran parecido con una peladilla, un soldado de hojalata, y sintió más que vio, el guantazo que el niño gordo le soltó, y escucho el llanto y la pataleta de aquel niño mofletudo y mal educado y los gritos diciendo que no, mientras el niño se tocaba la cara donde había recibido el guantazo, cuando el gordo se calmó le dijo a su mamá que aquel soldado era suyo, y lo quería para él, la mamá le dijo de manera muy suave al consentido. que le diera el soldado al niño pobre, que estaba roto que no le funcionaba la cuerda que era un zarrio y que ella, ella en persona le compraría otro cien mil veces mejor, el gordo siguió con sus alaridos y sus lloriqueos diciendo que no, que no comprendía porque él tenía que dar sus cosas a esos niños horribles y pobres
– es igual señora, déjelo, dijo el niño, no merece la pena el sofocón si yo con mi arco y mis flechas recién fabricados en la cerca de las retamas ya me apaño, déjelo no le haga llorar.
Diciendo esto el niño y ante el estupor de los presentes, y el enfado del páter, abandono la estancia para seguir con sus juegos en la calle y ese día con más razón, pues era el día de Los Reyes Magos.

Agustín Díaz
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